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Dientes rotos

Volvió a revisar su bolso y no encontró la fotografía, pero sabía que podía ser el cuerpo del hijo de la señora Rosa. Tenía que ser, estaba justo en la fosa donde encontraron a los dos normalistas.

Y ¿si era? Algo había terminado. Miró sus pies cansados llenos de lodo, con la preocupación puesta en no tocar nada de lo que los policías estaban custodiando. Algo la llamó, le hizo voltear la cabeza hacia otro cuerpo, justo envolviendo el cuello, colgaba la placa pequeña con una inscripción.

Se la señaló a Tita, la antropóloga forense que había bajado a la fosa y tenía lodo hasta la cintura.

–Este no tiene ninguna señal, no hay un orificio que muestre, como en los demás, que le dieron un tiro de gracia –le dijo Tita sosteniendo el cráneo.

–Es como si lo hubieran empujado a la fosa y, en la caída, se hubiera golpeado la cabeza con las piedras. Seguro quedó inconsiente y lo enterraron vivo –replicó Lucía.

Tita la miró de nuevo sorprendida de lo rápido que razonaba Lucía, otra vez una de sus frases lapidarias expresaba con claridad una hipótesis bastante probable. Ella, que había estudiado y desenterrado a tantos, que practicaba a la perfección su oficio y que cuidaba cada detalle, aún no podía llegar con tanta rapidez a decir nada… Lo sabía desde el instituto y escondió muy bien sus vacíos deductivos, repitiendo de memoria el protocolo de Minesota y el listado de los huesos del cuerpo humano.

–Tenía un tratamiento de ortodoncia, y casi lo terminaba porque debajo del alambre los dientes están bien alineados.

–¿Qué dice la placa?

Tita se inclinó sobre el cuello y leyó:

No ambiciono riquezas,
sino una vida justa y sin carencias.
Mi niña blanca, santa muerte.

Lo supo todo, como si alguien le hubiera quitado una venda de los ojos, ahí estaba enterrado el nuevo amigo de Simón; este se lo había presentado una semana antes de que no volviera.

Le dijo:
–Mire jefecita, este es el Beto –y el muchacho le sonrió con los dientes llenos de alambre, tenía cauchitos de colores, por eso lo recuerda, le pareció que la boca era como un tendedero de papel picado.

Se comieron los tamales y se fueron a buscar al hijo de Rosa, ¿cómo se llama el condenado? ¿por qué no se puede acordar? Vió a Simón mandar al otro, la misma voz del papá, aunque ni lo conoció. Le gustaba ver cómo el hijo se le parecía tanto, casi, casi, lo podía sentir por el sonido idéntico de sus pasos cuando llegaba a la casa.

Ahora estaba allí con dos cuerpos y ninguno era el de su hijo. ¿Cómo se llamaba el hijo de la señora Rosa?, la memoria ya no era la misma de antes y eso que en todas las búsquedas Rosa lo repetía mil veces, tanto que parecía conocer más a este muchacho que a su Simón.

La tarde comenzaba a irse y todos estaban empacando y dejando la fosa resguardada para volver al campamento. Cansada se subió al camarote que le asignaron, antes se echó alcohol en sus pies hinchados. Un babalao le había dicho que tenía un espíritu pegado de sus pies por esto se le ponían como los de un elefante o se le inflaban a veces como los sapos. No le creyó pero por si acaso le rezaba al arcangel Miguel todas las noches.

Esa noche soñó con el Beto mostrándole los dientes parejitos, pero llevaba la ropa de su hijo puesta. Le mostró su camisa azul turquesa, ella se la encargó en la tienda de los turcos, quería que fuera de lino y del color del mar, le mostró un cinturon negro con una chapa de dos caballos y una gorra de los Marlins. Cuando despertó entendió como se completaba el rompecabezas, acababa de recordar la gorra y el cinturon que llevaba su hijo el día que lo levantaron, así le gustaba a Simón salir cuando iba de viaje.

Le rezó a las ánimas y agradeció a Betó que hubiera venido a visitarla en sueños, pero la ropa de su hijo solo le quedaba bien a su hijo. Le hubiera gustado volverlo a ver en los sueños, pero Simón por más que lo invocaba no llegaba, por eso pensaba poquito, pero lo hacía, que podía estar vivo, en algún Cereso sin nombre de quien sabe que pueblo del norte.

Esa mañana, después del sueño y del hallazgo del hijo de Rosa el día anterior, ya no le quedaba ni tantito de esperanza, porque ellos eran del mismo pueblo; si, el normalista y su hijo, que no le había querido seguir a los estudios, pero bien trabajador de la tierra, de su milpa y de sus animales que resultó.

Se apuró, quedaba solo una hora para salir del campamento y a ella le tocaba ayudar en el desayuno. Hizo el chocolate que era lo que mejor le quedaba y luego corrió por sus botas que había logrado limpiar la noche anterior. Se puso la camiseta con la cara de Simón y se amarró el pelo en un chongo no muy apretado. Tomó su sombrero de las búsquedas, que aunque roto era el más alón que tenía, y salió.

Vio a Tita adelante caminando con la vara y se le aparejó.
–¿Qué lado nos toca hoy? Tita no le contestó. Lo dejó así y siguió caminando, ya la conocía, a veces ni oía cuando estaba concentrada en algo.

Tita había soñado la noche anterior con un cristo con la boca abierta que le sacaba la lengua. Era atea aunque traía con ella una cadenita de oro con un crucifijo que escondía en la ciudad, pero en las búsquedas mostrarla le había permitido un vínculo con las señoras. Así se le acercaban y le hablaban, lo cual agradecía porque era tedioso el oficio y últimamente odiaba hacer campo, un cuerpo tras otro, eso era México una fosa abierta.

¿Cómo se llamaba el hijo de Rosa? Esta vez preguntó Lucía en voz alta, pero las compañeras tampoco se acordaban. Rosa se murió de pena el año pasado, todas la vieron volverse pequeñita, cada vez más borrosa, con su voz delgada y sus pocas palabras que la arropaban muy poco.

Cuando llegaron a las fosas comenzó a hacer el listado de las cosas que encontraron con los cuerpos. Una credencial del INE de una muchacha joven, pedazos de telas, un encendedor, un reloj de pulsera quieto a las cinco en punto ¿serían de la mañana o de la tarde?

Y que si su hijo no era uno de los normalistas, por qué solo le interesaba al gobierno esos y no los otros, Simon y Beto también eran mexicanos y eran hijos de familia, eran gente… Pinche gobierno este. Ayer vino una delegación del federal, el que mandaba estaba rojo como un jitomate por los 40 grados, la asistente le pasaba botellas de agua todo el tiempo, pero no paraba de sudar, se echo un discurso y luego se fue con los diez que llegó, dijo que los normalistas tenían que aparecer y que no iban a descansar hasta lograrlo. Pero cómo lo van a lograr si vienen y no se untan de tierra.

Las preguntas le venían en cascada: ¿quiénes eran los papás del Beto? ¿de donde era? ¿lo estará buscando alguien? Sería mejor que se lo entregaran a ella y darle sepultura, así comenzaría el principio del fin, aunque no encontrara todavía a su hijo, el funeral de este también le pertenecía a ella.

Tita la llamó. Estaba parada al lado de un esqueleto completo, metida en la última fosa. Todo parecía igual a los otros, hasta que Tita le abrió la boca y mostró la mandibula inferior, le faltaban las muelas del juicio y los dos incisivos frontales estaban partidos.

Le acababa de comprar la bicicleta y ya corría como un animal que sale de la jaula por todo el pueblo. Simón no vayas tan rápido, le dijo mientras lo alcanzaba a ver. Unos minutos más tarde llegó del otro lado de la calle, sin bicicleta y llorando, con razpones en las rodillas y los pedacitos de los dos dientes en las manos para que se los volviera a pegar. Tenía diez años. Cinco años después lo tendría que llevar a que le sacaran las muelas del juicio que se habían quedado sin espacio.

Lloró viendo como lo empacaban en una bolsa plástica. Quería tocarlo, revisarle los dedos, acomodarlo y meterse también ella en la bolsa. Caminó sola hasta un árbol de tronco viejo. Allí se sentó el resto del día.

En el periódico salió al día siguiente que como resultado de la búsqueda se habían localizado alrededor de quince personas, entre los cuerpos identificados estaban dos de los normalistas.

Tita dejó caer el diario en el sillón y se acurrucó con su gato pensando en ducharse, aunque ya no percibía nada con su nariz, siempre quería quitarse el olor a muerto.

Autora: Silvia Patricia Chica Rinckoar

Este cuento retoma elementos de varios casos reales pero es una ficción y no hace referencia a una víctima o contexto local en particular.

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